A lo largo de mis años al frente de juzgados del orden jurisdiccional civil en los que, además, conozco asuntos de familia y de jurisdicción voluntaria, he realizado cientos de audiencias a menores de edad, normalmente en procesos de familia en los que los padres de los oídos resolvían sus cuitas de forma contenciosa. Se ha producido, no obstante, un aumento de las audiencias de menores en el seno de los procesos de Jurisdicción Voluntaria, al hilo de la previsión expresa en este sentido en varios artículos de la nueva Ley de Jurisdicción Voluntaria, la 15/2015, de 2 de julio. Todos los que intervenimos en los procesos relativos a menores sabemos que éstos deben ser siempre oídos cuando sean mayores de doce años y, si son menores, siempre que tengan suficiente juicio. Así lo establece, además de la Ley de Jurisdicción Voluntaria a la que he hecho referencia, la Convención de los Derechos del Niño, de 20 de noviembre de 1989 (artículo 12); el Comité de Derechos del Niño (Observación  General nº 12, de 20 de julio de 2009); la Ley Orgánica 1/1996, de Protección Jurídica del Menor (artículo 9) y un largo etcétera de resoluciones jurisprudenciales.

El hecho de que la ley obligue a escuchar al menor cuando tenga más de doce años o cuando tenga suficiente juicio, no conlleva que, en mi opinión, dicha audiencia sea siempre útil y beneficiosa para el menor. Si bien como Magistrada estoy obligada a seguir el dictado legal, considero que la exploración de menores debería ser sometida a un filtro de pertinencia, lo cual voy a tratar de exponer en el breve espacio que este artículo me permite.

El superior interés del menor, tan invocado por todos y que tan desvirtuado a veces está, como buen “cajón desastre” –o, dicho en un lenguaje más jurídico, “concepto jurídico indeterminado”–, puede llevar a la conclusión de que la ausencia de audiencia del menor puede llegar a estar justificada. Es evidente que, ante la petición expresa de ser oído efectuada por cualquier menor de más de doce años o con suficiente juicio, el juez o tribunal no podrá negarse. Así lo ha recordado la STEDH 11 de octubre de 2016 (asunto Iglesias v. España), que consideró que, en ese caso, se había vulnerado el artículo 6.1 del Convenio –derecho a un juicio justo–, al denegar a unas menores (con 15 y 12 años) el derecho a ser oídas cuando así lo solicitaron por carta al juez de instancia y a la Audiencia Provincial, pese a haber sido entrevistadas por el Equipo Psicosocial en un procedimiento de separación anterior.

Tal y como se expone en la “Guía práctica de exploración de menores” de Mercedes Caso Señal, Mila Arch Marín, Adolfo Jarne Esparcia y Asución Molina Bertumeus (Editorial Sepin), la mayoría de la jurisprudencia ha entendido que la exploración de los menores no es un medio de prueba. Y no puede serlo, en realidad, porque no hay ni obligación de practicarlo en Sala ni en presencia de los abogados de las partes. Ni siquiera se contempla la forma en que dicha audiencia debe ser documentada. La exploración de menor no puede ser “valorada” ni como documental, obviamente, ni como testifical, puesto que el menor no es dueño de sus actos y no tiene capacidad de obrar. De ahí que se denomine “exploración”, por su semejanza con la prueba de reconocimiento judicial. Aunque hay tantas formas de explorar a los menores como jueces hay en España, la mayoría de los órganos judiciales realizan dichas exploraciones de forma reservada, en el despacho del juez, en presencia del Letrado de la Administración de Justicia y del Fiscal, en su caso. La exploración de menores es un derecho para el menor,  no un deber, de suerte que, si este no quiere hablar con el juez, nunca puede ser obligado. Los autores antes descritos, así como la jurisprudencia más reciente, entienden que la audiencia del menor no se realiza únicamente a presencia judicial, sino que el juez puede entender cumplido el derecho de audiencia con el examen efectuado por el equipos psicosocial o un perito cualificado.

Pero ¿puede el juez decidir no escuchar al menor?. A la vista de la legislación que regula esta cuestión y de la jurisprudencia nacional y europea, parece que, en los procedimientos en los que se afecten derechos o intereses de mayores de 12 años o menores con suficiente juicio, no puede obviarse su testimonio.  Hay una excepción legal que no siempre se cumple en nuestros juzgados: cuando los padres no tengan intereses contradictorios. Así lo establece el artículo 9.2, in fine, de la LO 1/1996, que establece que “No obstante, cuando ello no sea posible o no convenga al interés del menor se podrá conocer la opinión del menor por medio de sus representantes legales, siempre que no tengan intereses contrapuestos a los suyos, o a través de otras personas que, por su profesión o relación de especial confianza con él, puedan transmitirla objetivamente”. Es decir: en los procedimientos de mutuo acuerdo, ha de entenderse que los progenitores no tienen intereses contrapuestos a los del menor, por lo que, entiendo, no está justificado que el juez oiga al mayor de doce años antes de aprobar un convenio regulador. En los procedimientos contenciosos, sin embargo, del tenor literal del artículo, puede entenderse que se debe oír siempre a los menores. Y esto es lo que yo considero que debe ser objeto de revisión.

La ley no parece distinguir cuál es el objeto de la controversia. A nadie le extraña que, en aquellos casos en los que se discuta la guarda y custodia, el régimen de visitas, la residencia del menor, el cambio de colegio, la celebración de un acto religioso…etc., es evidente que la audiencia del mayor de doce años está justificada tanto por la ley como por el sentido común: se están discutiendo aspectos de la vida personal del menor que afectan directamente a su futuro y al desarrollo de su personalidad. El problema surge cuando la controversia es económica y los padres tienen intereses contrapuestos. En este caso puede entenderse que alguno de los progenitores pudiera estar defendiendo una postura contraria al menor (ej: pago de una pensión más baja que la reclamada por el progenitor custodio). Así, pese a que el sentido común podría llevarnos a considerar que el menor no tiene por qué ser oído, podría entenderse que, al afectar lo discutido a los intereses del niño, el menor debe ser oído por el juez, tal y como establece el texto legal. Y no solo en este caso considero que la ley debería dejar mayor capacidad discrecional al juez, sino también en aquellos supuestos en los que las circunstancias concurrentes, acreditadas por causas objetivables, pudieran llevar a pensar que la comparecencia del menor ante el juez no produciría ninguna ventaja para aquel. Al contrario: la audiencia reservada con el juez podría desestabilizar al menor o provocarle una situación de estrés o tensión innecesaria. En este caso, atendiendo a que la audiencia del menor no es una prueba, tal y como se ha apuntado y, sobre todo, atendiendo a ese superior interés del menor, el juez debería poder atender a criterios de ponderación y oportunidad para decidir si ofrecer al menor ser oído, excluyendo la obligación tanto de oír al menor directamente como a través de terceros distintos a sus padres. Quizá una regulación expresa de la forma en la que debe practicarse la audiencia del menor y un margen de decisión del juez, protegería más los intereses del menor que la actual legislación al respecto.

Autora: Natalia Velilla Antolín
Magistrada Juzgado de Primera Instancia