La Constitución aprobada en 1978 (CE), aunque no reconoce formalmente este principio de la división de poderes, sí lo menciona en su articulado al referirse al Poder Judicial, cuyo órgano de gobierno es el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), al Poder Ejecutivo, aunque no lo menciona como tal, refiriéndose al Gobierno, y al Poder Legislativo, que tampoco se lo menciona con esta rúbrica, refiriéndose a él el texto constitucional al regular las Cortes Generales.

            Es decir, el único «poder» como tal que menciona la CE es el del Poder Judicial, sin duda uno de los de mayor trascendencia en un Estado democrático de Derecho, integrado por Jueces y Magistrados, sometidos exclusivamente a las leyes e independientes, rúbrica que ya figuraba en la Constitución de la primera República de 1873, y en la que incluso se declaraba expresamente que “el Poder judicial no emanará ni del Poder legislativo ni del Poder ejecutivo”. No debe olvidarse, y ahí radica su trascendencia, que es a través de la jurisdicción, del ejercicio de la potestad jurisdiccional atribuida a Jueces y Magistrados (art. 117.3 CE), como el Estado asume la función de protección del Derecho[1], de forma totalmente independiente de la Administración o de cualquier otro Poder distinto del Judicial[2]. En fin, la independencia del Poder Judicial, por la que ha de velar el CGPJ, es la mayor garantía del Estado democrático de derecho.

            No se puede negar que, estrictamente, tal división, entendida como separación de poderes, no se puede afirmar plenamente, desde el momento en que la designación del Gobierno depende de la mayoría que pueda obtenerse en las Cortes, y esta, a su vez, designa a los integrantes del CGPJ, aparte de otras muchas interrelaciones entre los mencionados poderes del Estado. Pero es innegable que cada uno de aquellos órganos tiene atribuidas sus propias funciones: las Cortes Generales ejercen el Poder Legislativo, el Gobierno el Poder Ejecutivo, y los jueces y tribunales el Poder Judicial, y que para mantener el necesario equilibrio entre esos poderes del Estado deben evitarse injerencias entre los mismos: tanto el Poder Legislativo como el Ejecutivo han de respetar y acatar las decisiones judiciales[3], y los jueces, naturalmente, sólo pueden juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, según las leyes aprobadas por el órgano legislativo, y aunque aquellos deban asumir la tarea de interpretación de la ley, ello no puede suponer en ningún caso que puedan legislar a la hora de realizar tal tarea interpretativa, aunque no siempre es fácil determinar los límites entre lo jurídico, esto es, la aplicación del derecho, y lo político, esto es, la creación del derecho. Pero, desde luego, ni el juez puede hacer de legislador, ni este, ni el Gobierno, pueden dejar de cumplir con las resoluciones judiciales.

            Además, en cuanto al Poder Judicial, ya advertía el insigne jurista Gumersindo de Azcárate, uno de los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza (1876), que “mientras el cuerpo de jueces y magistrados dependa de un centro administrativo y este sea regido por un miembro del Ministerio, esto es, del Poder ejecutivo, los tribunales no serán realmente independientes”[4], y aunque hoy, una vez constitucionalizado el CGPJ, las competencias del Ministerio de Justicia que afectan al Poder Judicial son muy reducidas, aquel, es decir, el Gobierno, sigue manteniendo aún las atinentes a su presupuesto, al no gozar el CGPJ de autonomía presupuestaria.

            Montesquieu, en su obra De L’Esprit des lois (1748), al analizar las distintas formas de gobierno, menciona el despotismo, que identifica con la concentración de poderes propia del Ancien Régime, en el que una sola persona gobierna a su capricho y conforme a su voluntad, que es lo que se pretende evitar con la división de poderes, a la que ya se refirió Locke, al describir la separación del poder legislativo y el ejecutivo[5] y que Montesquieu incluye en su obra diferenciando los tres poderes clásicos. Y aunque no han faltado críticos de esta idea, como Jellinek, en Alemania, contrario a la división de poderes, aunque no de la división de competencias, pues cada órgano representa, dentro de sus límites, el poder del Estado, y “en la variedad de sus órganos no existe sino un solo poder del Estado”[6], es decir, defensor del Estado moderno como unidad, lo cierto es que la idea de la separación de poderes, que tanto eco tuvo entre los revolucionarios de Francia y América, plasmándose en la Constitución de los Estados Unidos de América (1787), en sus tres primeros artículos, así como en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), que expresamente declara que “toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución” (art. 16), sigue considerándose, con sus matices, el eje central del sistema democrático, al representar un sistema de controles y contrapesos reguladores de los tres poderes, evitándose así su concentración, porque se entiende que ningún poder puede ser absoluto. En palabras del gran constitucionalista Lucas Verdú, “la separación de poderes es un postulado, un principio dogmático surgido en el Estado constitucional liberal, que se considera indispensable para asegurar la libertad de los ciudadanos en la medida que limita el poder político, atribuyendo a órganos distintos, correspondientes a instituciones diferentes, el ejercicio de cada función estatal”[7]. Y es que el poder ilimitado, tarde o temprano, deviene en tiranía y, por tanto, en arbitrariedad.

            Naturalmente, como lo advertía el que fuera primer presidente de nuestro Tribunal Constitucional, Manuel García Pelayo, “la división de poderes en su sentido más amplio y genérico, es decir, entre las partes que componen un sistema político, puede ser considerada como una constante de la praxis y de la teoría política en todo tiempo, si bien naturalmente toma distintas modalidades según las épocas y las coyunturas en lo que respecta a su grado de mayor o menor empirismo o racionalización, y en lo referente a su adaptación a las condiciones políticas y a los supuestos culturales de cada tiempo”[8].  Decía antes que la Constitución no reconoce expresamente este principio, pero no ofrece duda que está presente en la norma suprema. Primero, al dejar claro en el artículo primero que “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Y segundo, como se dijo, al concretarse los mismos en el articulado de la Constitución[9]. División de poderes que no es ya tan rígida como lo fuera en su formulación tradicional, algo que ya quedó claro cuando el Tribunal Constitucional tuvo oportunidad de referirse a este principio en sus primeras sentencias. Así, en la Sentencia 6/1983, a propósito de un Real Decreto-Ley, declaró que “nuestra Constitución ha adoptado una solución flexible y matizada respecto del fenómeno del Decreto-Ley, que, por una parte, no lleva a su completa proscripción en aras del mantenimiento de una rígida separación de poderes, ni se limita a permitirlo en forma totalmente excepcional en situaciones de necesidad, entendiendo por tales aquellas en que pueda existir un peligro inminente para el orden constitucional”. Y la Sentencia 45/1986, al resolver un conflicto de atribuciones entre órganos del Estado (Legislativo y CGPJ), declaró que “el interés preservado por el proceso conflictual es estrictamente el de respeto a la pluralidad o complejidad de la estructura de poderes constitucionales, lo que tradicionalmente se ha llamado «división de poderes», resultando así coherente que el único vicio residenciable en él sea deparado por una invasión de atribuciones que no respete esa distribución constitucional de poderes”.

            Además de esa flexibilidad en la concepción actual de la doctrina de la división de poderes, hay que sumar la previsión de controles interórganos, imprescindibles en el Estado democrático, los controles de Jueces y Tribunales, luego del Poder Judicial, frente al Gobierno y Parlamento, los controles del electorado frente al Gobierno y al Parlamento, y los controles mutuos entre Parlamento y Gobierno. Y sumado a todo ello el control del Tribunal Constitucional a través de las competencias que tiene asignadas, que tienen como fin el aseguramiento del orden constitucional, al que no se le puede negar cierto carácter político, pues la ley que es objeto de su examen es la CE, lo mismo que tampoco se puede negar tal carácter al CGPJ, pues este tiene a su cargo una política pública, cual es el gobierno del Poder judicial (art. 122.2 CE), pero a la que debe permanecer ajena la política partidaria, al tratarse de un órgano independiente, con el que se intenta – y este es uno de los motivos de su creación – las posibles influencias del Poder ejecutivo sobre el Poder judicial.

La distribución del poder entre el legislativo, ejecutivo y judicial presupone ciertos límites para cada uno de esos órganos. Así, los tres poderes vienen obligados a respetar el contenido esencial de los derechos y libertades reconocidos en la Constitución (Capítulo II del Título I), el poder ejecutivo está sometido al control de legalidad llevado a cabo por los tribunales (art. 106 de la Constitución), y el poder judicial, como lo recuerda E. Bacigalupo, “tiene límites políticos que se manifiestan en la inviolabilidad del Rey y los privilegios parlamentarios  y el derecho de gracia”[10], este último hoy en día entendido “como un contrapeso de un poder de aplicar el Derecho que no debe impedir que el Gobierno gobierne y el Estado actúe como tal”[11].

Nuestra Constitución se basa en un equilibrio pensado para evitar que se produzcan ciertos abusos en el ejercicio del poder. Un uso excesivo de los Decretos-leyes por el Gobierno, que, en realidad, están previstos para casos de “extraordinaria y urgente gravedad” (art. 86.1 CE), que ha llevado a afirmar a algún autor que España se ha convertido en “el país de los Decretos-leyes por la extraordinaria frecuencia e intensidad con que se ha usado y se usa este instrumento normativo”[12], así como de las proposiciones de ley por la vía de urgencia, suponen una clara limitación del debate parlamentario, siempre necesario, eludiéndose además los controles de los órganos consultivos del Estado a través de sus informes preceptivos, aunque no sean vinculantes, como es el caso del CGPJ y del Consejo de Estado, que generalmente permiten mejorar los textos legislativos, por la elevada técnica de quienes los emiten. Ahora, por ejemplo, se acaba de aprobar una reforma del Código penal, luego de una ley orgánica, utilizándose una proposición de ley, sin los informes preceptivos del CGPJ y Consejo de Estado, para eliminar de dicho código un delito de tanta relevancia, por el contexto político en que se produce, como el de sedición, y la rebaja punitiva de la malversación, a pesar de la grave preocupación social por el fenómeno de la corrupción, sin apenas un debate parlamentario, dada la vía de urgencia utilizada.

El equilibrio que está a la base de la CE se rompe cuando para alcanzar ciertos fines, aunque estos sean legítimos, se impone la voluntad de alguno/s de esos poderes a través de reformas legales, con la pretensión de facilitar ciertos acuerdos políticos o lograr apoyos en la toma de decisiones; en fin, cuando se legisla para casos concretos con fines concretos, muy particulares, para facilitar ciertos nombramientos, o para sortear las decisiones acordadas en resoluciones judiciales firmes. La situación sería más grave aún si con ello se pretendiera el control de órganos constitucionales, tales como el Tribunal Constitucional o el CGPJ.

Es muy frustrante para los juristas que a la hora de proceder al nombramiento de quienes han de integrar tan altos organismos del Estado, sólo se debata sobre la cuestión de si los candidatos son «conservadores» o «progresistas»[13], y no sobre su trayectoria profesional, mérito, capacidad y competencia de los mismos, todo con la mayor transparencia.

El poder político no es ilimitado, algo que debe ser repudiado, porque, en palabras del filósofo alemán Loewenstein, el poder ilimitado siempre desemboca en tiranía y arbitrario despotismo[14].

No cabe duda de la profunda preocupación que tenemos todos los jueces, e incluso la ciudadanía en general, por la situación de bloqueo que se viene produciendo en la renovación del CGPJ y hasta hace poco del Tribunal Constitucional, al no producirse el necesario consenso requerido en la Constitución, esto es, tres quintos de los miembros del Congreso y del Senado, para los vocales propuestos por ambas Cámaras legislativas, así como también en el caso de la propuesta de los dos magistrados del Tribunal Constitucional por el CGPJ, debido a esas mayorías reforzadas previstas para tales nombramientos.

Es inadmisible que Congreso y Senado lleven más de cuatro años sin cumplir el mandato de renovación del CGPJ, como también lo es que este último órgano constitucional se haya demorado, aunque en mucha menor medida, en la designación de los dos magistrados del Tribunal Constitucional, y es cierto que alguna solución ha de darse a tan reprochable situación de bloqueo que afecta a altas instituciones del Estado.

En el caso concreto del sistema de elección de los vocales del CGPJ, es evidente la plena legitimación democrática del actual sistema, pero la realidad que venimos viviendo en los últimos años ha puesto palmariamente de manifiesto que tal sistema ha fracasado. Así que sólo quedan, a mi juicio, dos soluciones: mantener este sistema, pero con la previsión, de carácter subsidiario, de que en el caso de que no se procediera al nombramiento, en un determinado y prudente período de tiempo, se procediera a la insaculación de los vocales entre todos los candidatos presentados, cuya idoneidad ya ha sido previamente contrastada; o bien, que los vocales de procedencia judicial sean directamente elegidos por los jueces. Recordemos que el propio Tribunal Constitucional (Sentencia 108/1986) se ha mostrado favorable a la elección por los propios jueces, aunque advirtiendo del riesgo de que el procedimiento electoral traspasase al seno de la carrera judicial las divisiones ideológicas existentes en la sociedad, lo que podría tener lugar, por ejemplo, a través de las diferentes asociaciones, reflejo de diferentes sensibilidades ideológicas.

En cualquier caso, aunque hay motivos para afirmar cierta crisis actual de la idea de división de poderes, así como de instituciones del Estado por la no renovación de sus integrantes, los jueces y magistrados, que somos los que integramos el Poder Judicial, que no ha de confundirse con el CGPJ, estamos sometidos únicamente al imperio de la ley (art. 117.1 de la Constitución), y en el ejercicio de nuestra función, esto es, la potestad jurisdiccional, “somos independientes, inamovibles y responsables”, algo sobre lo que no caben sospechas ni dudas en nuestro país, y ello representa, y debe seguir representando, la mayor garantía del Estado democrático de Derecho consagrado en nuestra Constitución, esto es, seguir contando con un Poder Judicial fuerte, independiente, eficaz e imparcial, correspondiendo la tarea de velar por todo ello al CGPJ, cuya renovación debería ser una de las prioridades para los responsables de llevarla a cabo, acabando así con la crisis de tan alta institución del Estado.

Autor: Manuel Jaén Vallejo – Magistrado y Profesor Titular de Universidad.

[1] Jellinek, G., Teoría General del Estado, traducción de Fernando de los Ríos, Madrid, 1914, pp. 535 y 536.

[2] González-Deleito, N., “El Poder Judicial después de la Constitución”, Boletín del I. Colegio de Abogados de Madrid, X Aniversario de la Constitución, núm. 6/1988, p. 87.

[3] El art. 118 CE lo deja claro al afirmar que “es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los Jueces y Tribunales, así como prestar la colaboración requerida por estos en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto”.

[4] El régimen parlamentario en la práctica, editorial Tecnos, Madrid, 1978, p. 91, una de las ediciones de la obra original publicada en 1885.

[5] Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, 1690, Madrid, 2006, pp. 143 ss.

[6] Teoría General del Estado, 1900, Granada 2000, p. 494.

[7] Manual de Derecho Político, Madrid, 2005, p. 175.

[8] “La división de poderes y su control jurisdiccional”, Revista de Derecho Político, números 18-19, Madrid, 1983.

[9] Título III, “De las Cortes Generales”; Título IV, “Del Gobierno y de la Administración”; y Titulo VI, “Del Poder Judicial”.

[10] Teoría y Práctica del Derecho Penal, tomo I, Madrid, 2009, p. 413.

[11] Ibídem.

[12] Huerga Lora, A., en la revista electrónica Almacén de Derecho, de 13-6-2020.

[13] Un encasillamiento muy simplista. Como decía Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas, prólogo para franceses, en referencia a otras expresiones similares, “ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil, ambas son, en efecto, formas de hemiplejia moral”.

[14] Loewenstein, K., Teoría de la Constitución, Barcelona, 1976, p. 153.