Como saben, el 22 de septiembre se ha publicado en el BOE la Ley 34/2015, de 21 de septiembre, de modificación parcial de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria (LGT). Habrá tiempo y lugar para desmenuzar todas las modificaciones que introduce, en una senda que tuvo su punto de arranque con la Ley 36/2006, de 29 de noviembre, de medidas para la prevención del fraude fiscal, seguida de otra expresión de crudeza por la Ley 7/2012, de 29 de octubre, de modificación de la normativa tributaria y presupuestaria y de adecuación de la normativa financiera para la intensificación de las actuaciones en la prevención y lucha contra el fraude. Se trata de un camino que, al amparo de la lucha contra el fraude, ha servido para certificar definitivamente el espíritu y la letra de la Ley 1/1998, de 26 de febrero, de Derechos y Garantías de los Contribuyentes.

Lo que es cierto, o al menos a mí me lo parece, es que los esfuerzos por trazar una relación jurídica, o un procedimiento de imposición, gobernados por la idea de justicia, retroceden para volver inexorablemente a la aparentemente superada relación de poder, en la que el tributo se fundamenta únicamente en la potestad de imperio del Estado, lo que explicaría la mayor atribución de poder a la Administración tributaria, a lo largo del itinerario esbozado, en lo que ya se evidencia como un camino sin retorno.

Y una muestra de lo que quiero transmitir viene dada en la habilitación para sancionar ante un caso de conflicto en la aplicación de la norma (artículo 15 de la LGT). Sobre el asunto ya tuve ocasión de deslizar una líneas aquí, por lo que les ahorro detalles (aunque me permito la osadía de sugerir su lectura para entender mejor esta humilde contribución). Básicamente, se trata de que pueda sancionarse a quien incurra en el uso inapropiado o artificioso de la norma, con la finalidad de eludir el pago de un tributo, por un conducto que, en principio, no tiene más objetivo que ese.

No parece tarea sencilla resolver los problemas de tipicidad causados por la ausencia de un criterio claro sobre en qué consiste exactamente eso del conflicto, con el fin de permitir al contribuyente conocer con precisión cuándo corre el riesgo de ser sancionado; esto es, de predecir con un grado suficiente de certeza no sólo la eventual comisión de una infracción, sino sus consecuencias sancionadoras (cfr. STC 194/2000).

Para superar este «escollo», el legislador acude a la publicación de una serie de criterios administrativos susceptibles de integrar los elementos normativos del «conflicto». De modo que (¡abróchense los cinturones!) cuando un contribuyente tenga dudas acerca de si su conducta encaja en la hipótesis normativa del artículo 15 de la LGT, “sólo” tiene que acudir a estos criterios para contrastar si el suyo se amolda a la ortodoxia oficial, o puede ser constitutivo de infracción (vid. artículo 206 bis de la LGT, que regula la Infracción en supuestos de conflicto en la aplicación de la norma tributaria). Ya saben, apreciados lectores, la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento…

Ante estos derroteros, conviene volver al discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas del gran Joaquín Costa, que versaba precisamente sobre el problema de la ignorancia del Derecho. Arrancaba el célebre jurista tal que así: «Es sabido que uno de los más firmes sostenes de las sociedades civilizadas viene siendo, desde hace más de dos mil años, una presunción iuris et de iure que constituye un verdadero escarnio y la más grande tiranía que se haya ejercido jamás en la historia: esa base, ese cimiento de las sociedades humanas es el que se encierra en estos dos conocidos aforismos, heredados de los antiguos romanistas: 1.º A nadie le es permitido ignorar las leyes (nemini liceat ignorare ius); 2.º En su consecuencia, se presume que todo el mundo las conoce; por lo cual, aunque resulte que uno las ignoraba, le obligan lo mismo que si las hubiese conocido (nemo ius ignorare censetur; ignorantia legis nemimen excusat). Esta presunción se mantiene a sabiendas de que es contraria a la realidad de las cosas; a sabiendas de que es una ficción, a sabiendas de que es una falsedad…».

Juzguen Vds. lo que hubiera pasado por el cráneo privilegiado de este regeneracionista de haber sabido que un contribuyente, para confirmar la adecuación a la norma de su conducta, habría de contrastar, antes de actuar, un rosario de criterios administrativos situados en una zona abisal, donde no alcanza la luz del sistema de fuentes.

Sabemos por Don Federico de Castro que «Nuestro Derecho no acoge, ni tiene por qué acudir, a la farsa gigantesca y monstruosa de suponer en toda persona una sabiduría inasequible hasta a los mejores juristas: la de no ignorar nada del Derecho. El artículo 2.º (actual artículo 6.1 del Código Civil) tiene razones claras de justicia y se basa en el deber de cooperación de todos en la realización del Derecho; una manifestación de esta colaboración es respetar las leyes, incluso las que no se conocen, aceptando y reconociendo sus consecuencias».

Ahora bien, ¿cuáles son o deberían ser esas consecuencias? Porque estoy seguro de que nadie (o casi) objetaría a las meramente restitutivas, como ha venido sucediendo tradicionalmente ante la presencia de esta figura y la de su antecedente, el fraude de ley. Sin embargo, el legislador tributario, sobre la base de esos criterios administrativos, no ha tenido inconveniente en “tipificar» como infracción tributaria la acreditación de «la existencia de igualdad sustancial entre el caso objeto de regularización y aquel o aquellos otros supuestos en los que se hubiera establecido criterio administrativo y éste hubiese sido hecho público para general conocimiento antes del inicio del plazo para la presentación de la correspondiente declaración o autoliquidación» (artículo 206 bis. 2 de la LGT).

Se objetará que se trata de un instrumento para la lucha contra los mecanismos más sofisticados de fraude fiscal, como hace el Preámbulo de la ley de reforma, pero el argumento despreciaría las notas de abstracción y generalidad que caracterizan a todas las leyes.

Prescindiendo de los problemas de tipicidad, si con la infracción no tuviéramos suficientes motivos de desazón, se ha cometido la osadía de enervar una presunción esencial, cual es la contenida en el artículo 179.2, letra d) de la LGT, que exonera de responsabilidad a quienes hayan puesto la diligencia necesaria en el cumplimiento de las obligaciones tributarias, bien porque hayan actuado amparándose en una interpretación razonable de la norma o por ajustarse a los criterios manifestados por la Administración Tributaria competente en las publicaciones y comunicaciones escritas (artículos 86, 87, 88 y 89 de la LGT). En efecto, se ha introducido un último párrafo que sume en el estupor a cualquiera con un mínimo de sensibilidad. Dice lo siguiente: «A efectos de lo dispuesto en este apartado 2, en los supuestos a que se refiere el artículo 206 bis de esta Ley, no podrá considerarse, salvo prueba en contrario, que existe concurrencia ni de la diligencia debida en el cumplimiento de las obligaciones tributarias ni de la interpretación razonable de la norma señaladas en el párrafo anterior». Para entendernos, se establece una presunción iuris tantum de negligencia en los casos en los que se haya actuado en sentido contrario a alguno de los criterios administrativos publicados, de tal suerte, en fin, que al ignorante se le presume también negligente, lo cual no deja de constituir una perversión, pues se utiliza una presunción (o, si lo prefieren, el deber de conocer la ley), para invertir la carga de la prueba en el ámbito sancionador (¡nada menos!), por desconocer un criterio administrativo publicado. ¿Qué ha sido de la presunción de inocencia del artículo 24.2 de la Constitución? Como dice un amigo, ilustre jurista, hemos pasado del in dubio pro reo al in dubio “te arreo”…

Cuenta Joaquín Costa el caso de unos albañiles que mientras laboraban encontraron un tesoro. Sin dar cuenta al dueño de la finca procedieron a su reparto equitativo, desconociendo las previsiones al respecto del artículo 351 del Código Civil. Los incautos fueron descubiertos y condenados por hurto, en un tránsito procesal que culminó en el Tribunal Supremo (sentencia de 13 de mayo de 1896), confirmando sus peores expectativas, “sin que obste que los albañiles procesados no conocieran aquel precepto, porque la ignorancia del derecho no excusa ni favorece a nadie”.

Permanezcan atentos a los Boletines oficiales. Y no se hagan cruces que no es para tanto; en algún lugar he leído que en 2014 llegaron a publicarse casi 170.000 páginas sólo en el BOE…

Autor: Leopoldo Gandarias
Abogado, Prof. de Derecho financiero y tributario en la UCM