Mi agradecimiento al despacho Lacaci Abogados por publicar este artículo en su reconocido blog.

                                                                                       I

El artículo 2 de la Constitucion de los Estados Unidos, ampliado por la enmienda número 12, establecen el sistema del colegio electoral para la elección del presidente de los Estados Unidos y el procedimiento al que se debe recurrir en el caso de que los votos del colegio electoral muestren un empate entre los candidatos. El colegio electoral, cuyos miembros son elegidos por cada uno de los Estados miembros de la Unión, supone un complicado y anacrónico sistema de elección indirecta: los votos de los ciudadanos son vueltos a calibrar por un sistema electoral mayoritario en el que cada estado tiene concedidos un determinado número de votos en función de su peso demográfico. Los resultados del colegio se miden según la regla del “winner takes all” -todos los votos para el ganador, aunque lo sea por una minima diferencia. La certificación de los resultados es presentada por el vicepresidente a la votación y aprobación de las dos cámaras legislativas, como paso previo a la proclamación del nuevo presidente, y serían éstas las que deberían proceder a su elección del presidente en el caso de empate. La particularidad que introduce la enmienda es que en tal caso los votantes serían los estados miembros de la Unión, a razón de un voto por cada uno de ellos. Con lo cual el carácter rotundamente mayoritario del colegio electoral, que premia en la distribución de sus electores a los Estados con menos población, alcanzaría un nivel en el que la decisión del electorado en su más simple expresión quedaría ahogada por la preferencia partidista de las correspondientes instituciones locales.

No es aventurado afirmar que ese era el camino que perseguía Donald J. Trump para en última instancia asegurarse lo que el 3 de noviembre de 2020 las elecciones a la presidencia de los Estados Unidos le habían negado: la posibilidad de su continuación al frente del ejecutivo americano. Creía contar con una mayoría de Estados, por limitada que pudiera resultar, dos o tres como mucho, que podrían darle la victoria sobre Joe Biden en el recuento del voto único por Estado. Era la última esperanza que le quedaba para cumplir sus objetivos y creía poder contar para completar la operación con la ayuda de su vicepresidente, Mike Pence, que como presidente del Senado en los términos constitucionales debía presidir el 6 de enero la sesion conjunta de las dos cámaras legislativas dedicada a convalidar y certificar los recuentos electorales que habían sido sometidos previamente por las correspondientes autoridades electorales estatales. Trump previamente había expresado públicamente su deseo de que Pence negara la certificación y con ello abriera la posibilidad del voto por unidad estatal. Pero Pence hizo saber que no estaba en su intención poner en duda los resultados electorales, apartándose de manera visible de Trump. En la mañana del 6 de enero comenzaba la sesion bicameral que debía consagrar los resultados electorales.

Apenas 24 horas después de la celebración electoral, y una vez que se hubieran realizado los recuentos correspondientes en las Estados donde la elección parecía más incierta, comenzaba a perfilarse la victoria de Joe Biden tanto en el recuento del Colegio Electoral como en el correspondiente al cómputo del voto popular. En el primero Biden obtenía 306 votos frente a los 232 que correspondían a Trump. Curioso resultaba constatar que los números eran exactamente los mismos con que Trump habia obtenido la presidencia frente a Hillary Clinton, la candidata demócrata, en 2016. Y en el voto popular Biden obtenía más de 77 millones de votos (77.972) frente a los 72 millones (72.654) que correspondían a Trump. Quien, por cierto, tampoco en 2016 había obtenido la mayoría en el voto popular, en el que Hillary Clinton le habia superado por tres millones de votos. La participación electoral era la mayor nunca registrada en la historia de los Estados Unidos seguramente como resultado de varios factores coincidentes: la movilización de las bases partidistas y de la misma ciudadanía en un escenario altamente polarizado, que en última instancia acabó por favorecer al candidato demócrata, y el correspondiente recurso masivo al voto adelantado y por correo en un escenario en que, además, los cuidados sanitarios impuestos por la pandemia aconsejaban medidas de alejamiento en el cumplimiento de la tarea electoral.

Trump se apresuró a cantar victoria poco tiempo después de haberse cerrado los colegios electorales y, cuando se fueron confirmando los resultados que le daban como perdedor, comenzó con una insistente campaña en las redes sociales para intentar negar la regularidad de los resultados, afirmando que habían sido objeto de múltiples maniobras fraudulentas. Además, y para subrayar el alcance de sus pretensiones, orquestó una activa campaña ante las judicaturas estatales y federales, sonoramente presentada por el abogado de Trump, que en otros tiempos fuera alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, y que fue traduciéndose en la presentación de más de sesenta reclamaciones, dos de ellas incluso ante el Tribunal Supremo. Estas últimas no fueran aceptadas como tampoco lo fueron las presentadas ante la jurisdicción ordinaria, que sistemáticamente ofreció la misma explicación: las demandas de Trump no contenían ninguna prueba sobre la que fundamentar sus alegaciones. Ello no impidió que desde el 4 de noviembre de 2020 hasta el mismo 6 de enero de 2021 Trump repitiera sistemáticamente que él habia ganado las elecciones, cuyo resultado le había sido, literalmente, “robado” por los agentes y representantes del Partido Demócrata. Las bases electorales que él habia cuidadosamente cultivado durante los cuatro años de su mandato aceptaron sin discusiones las afirmaciones del todavia presidente. Que contenían claras incitaciones a la protesta en el caso de que Joe Biden acabara siendo confirmado como presidente de los Estados Unidos.

Coincidiendo con la sesion parlamentaria del 6 de enero los movimientos políticos y sociales próximos a Trump habían convocado una manifestación de apoyo al todavía presidente y a celebrar en la mañana de ese día en terrenos próximos a la Casa Blanca. Manifestación a la que se dirigió ardorosamente Trump repitiendo sus argumentos sobre los fraudes electorales, reivindicando su supuesta victoria y alentando a los reunidos a dirigirse al Capitolio, sede las cámaras legislativas, para hacer valer sus reivindicaciones. La forma verbal utilizada no albergaba ninguna duda sobre el propósito del personaje: “vamos al Capitolio”, primera persona del plural.

                                                                       II

Cuando los miles de seguidores de Trump, siguiendo sus indicaciones, ocuparon violentamente el Capitolio en el que estaba teniendo lugar la sesion parlamentaria dedicada a la certificación definitiva de los resultados electorales, no solo ofrecían un espectáculo lamentable e inédito en las más de doscientos años de historia de la Unión Americana. Estaban perpetrando un golpe de estado, en la medida en que conscientemente, y con la utilización de la fuerza y de la coacción, interrumpían la evolución normal de un proceso democrático. Situación similar a la que se produjo el 23 de febrero de 1981, cuando un contingente policial y militar invadió el Congreso de los Diputados de España en Madrid, durante la sesion en la que se procedía a la elección de un nuevo presidente del gobierno. Y similar asimismo a los acontecimientos de octubre de 2017, cuando las masas separatistas catalanas en Barcelona apoyaron al gobierno nacionalista local en la anticonstitucional declaración de independencia. A medida que fueron transcurriendo los dias tras el 6 de enero de 2021 y las fuerzas de seguridad e inteligencia han podido avanzar en la investigación de lo ocurrido, ha quedado demostrado de manera palmaria la intención criminal de la revuelta, que no descartaba tomar como rehén al vicepresidente Pence e incluso acabar con su vida, al grito de “colgar a Pence”. La intervención urgente de las fuerzas de seguridad en el interior del Capitolio, o más bien lo poco que de ellas quedaba tras la invasión, consiguió evitar lo peor conduciendo al vicepresidente y al resto de los congresistas y senadores presentes a locales subterráneos resguardados y desconocidos para la turba que estaba ocupando todos y cada uno de los resquicios del edificio. Sin conocer exactamente cuáles eran los propósitos últimos de Trump en esa gravísima hora, cabe evocar un dato: la violenta interrupción del proceso parlamentario no hubiera tenido lugar sin que previamente no hubieran existido las múltiples incitaciones directas o indirectas hacia sus seguidores por parte de Trump exigiendo que se le reconociera la inexistente victoria. En realidad, eso es lo que contiene el proceso de “impeachment” ya aprobado por la Cámara de Representantes y todavia pendiente de su tramitación en el Senado y en el que se le acusa a Trump de alentar la “insurrección”. Y sin aventurar otras consecuencias, cabe recordar la más evidente: en el caso de que Pence hubiera perdido la vida y como consecuencia lógica, en el caos consiguiente, interrumpido definitivamente el proceso de certificación de los resultados electorales, Trump hubiera podido reclamar para su persona una situación constitucionalmente inédita: la de continuar indefinidamente en la Casa Blanca hasta que el cuerpo político, o lo que de él subsistiera, llegara a concebir un procedimiento a seguir.

En realidad el golpe de estado, que de manera harto paradójica había sido promovido por el presidente de los Estados Unidos, no era otra cosa que la culminación tan dramática como hasta cierto punto lógica de la presidencia menos previsible, más caótica, peor dirigida e intencionada de las que ha conocido los Estados Unidos en los ultimos setenta y cinco años, desde que acabó la II Guerra Mundial. Confiada en exclusiva a vectores ultra nacionalistas de marcado carácter aislacionista –“America First”- y a proclamaciones harto inciertas –“Make America Great Again”- ha exacerbado las tensiones políticas, sociales y raciales que subsisten en la sociedad americana sin haber siquiera intentado solucionar alguna de ellas; ha utilizado fórmulas populistas al uso para cultivar en el odio y la confrontación a sectores desfavorecidos de la población blanca en zonas deprimidas del país; ha procurado cortar de raíz los vínculos que existían, y que los mismos Estados Unidos habían contribuido a crear, con las organizaciones multilaterales en la esfera internacional y con los bloques de naciones democráticas participantes en los esfuerzo conjuntos para promover una realidad global más libre y más próspera; y lo ha hecho con una utilización sistemática de la mentira y de la distorsión: el diario “Washington Post” a través de su sección de comprobación de datos –“Fact Checker”- ha podido comprobar que en los cuatro años de su mandato Trump ha mentido en más de treinta mil ocasiones (30.573) en sus intervenciones públicas o digitales. En terrenos tan variados como la economía, la emigración, los impuestos, Rusia, la sanidad, el medio ambiente, la educación o, por supuesto, y entre otros muchos, la pandemia creada por el COVID 19, donde ha llegado a extremos incomprensibles de inoperancia e incapacidad que, juntamente con el golpe de estado en el Capitolio, seguramente fueron los que han terminado de cerrar sus posibilidades de repetir mandato en la Casa Blanca. (Véase el artículo de Glen Kessler en el WP del 24 de enero de 2021).

Frente a todo ello subsisten datos mostrencos a los que hacer frente y tener bien en cuenta. El primero de ello es la inevitable y necesaria constatación de que, a pesar de todo, son 72 millones los americanos que han otorgado su voto para que Trump repitiera como presidente. La propaganda de su círculo no se cansa de repetir el dato, olvidando que su contrincante le ha superado en más de 5 millones de votos. Como hacen lo propio en todos los terrenos que el “fact checker” desmonta incluyendo el que ha adquirido realidad casi mítica: que ha sido el único de los recientes presidentes americanos en no comenzar ninguna acción bélica. Es cierto. Como lo es que no le ha temblado el pulso en organizar acciones terminales contra responsables de las milicias iraníes o de amenazar con generalizar ataques militares contra Teherán -no en balde la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, obtuvo de los servicios militares correspondientes garantías de que el presidente no era totalmente libre para pulsar el famoso “botón nuclear”-o en favorecer la guerra contra el hispano, o contra el negro o simplemente contra el extranjero. Aunque en estas últimas no se utilizaran más armas que las policiales.

De forma indudable, y además de otros muchos, uno de los grandes damnificados por la maligna época que de Trump lleva el nombre es el propio Partido Republicano. Sólo ahora, cuando la catástrofe adquiere unas dimensiones épicas, comienzan veladamente a manifestarse algunos de sus miembros sobre el peligro de la continuación de tan dudosa senda. Y lo hacen agarrándose a lo que interpretan como defensa de sus creencias: los magistrados conservadores en el Tribunal Supremo, la pelea contra el aborto, la proximidad con las sectas evangélicas, las riñas con los chinos, la reducción de impuestos, e incluso, para los más ardorosos, ese “beautiful wall” para impedir que entraran los mejicanos en los USA, que iban a pagar los mismos mejicanos, que cayó sobre las espaldas del contribuyente americano y que nunca se hizo. En el catálogo, y dependiendo de las orientaciones propias y ajenas, uno puede aplicar aquella clásica consideración de que “incluso un reloj parado tiene razon dos veces al dia”. Pero ¿vale eso la indignidad del personaje que no tiene otras referencias que las suyas propias de poder y superioridad, que carece de la más elemental educación cívica y académica, que se rodea de un núcleo potencial o real de delincuentes, que no duda en celebrar públicamente la facilidad con que tiene acceso a las partes íntimas de las mujeres, muchas de las cuales le tienen en los tribunales por abusos varios, que convierte la Casa Blanca en un reducto para la mayor gloria económica de la familia, que se niega a publicar sus declaraciones de impuestos, que insulta a próximos y lejanos, que destruye sistemáticamente los aparatos administrativos que no le son fieles, que menosprecia la libertad de prensa y a los que a ella se dedican, que genera la peor crisis reputacional que el pais ha conocido en los últimos decenios? Esa enumeración, que en su cortedad tiene forzosamente algo de piadoso, no es, como algunos pretenden, la visión cortoplacista y baladí aplicada a un genio algo trastornado. Es desgraciadamente la descripción elemental de un individuo que, en llegando a la cima del mayor poder que en la Tierra existe, ha estado a punto de sumir en la ignominia y en la decrepitud a sus ciudadanos y a los que en el resto del mundo habitan. Aunque la cuestión persista: ¿Cómo es posible que llegara a ser elegido presidente de los Estados Unidos? Y ¿cómo es posible que 72 millones entre su ciudadanos le sigan votando?  Se lo deberían hacer mirar. El Partido Republicano. Los Estados Unidos de América. Y también el resto de la humanidad.

                                                                     III

El -mal- fenómeno Trump no debería ser descrito o analizado en términos de la dialéctica izquierda-derecha. Al fin y al cabo, la pluralidad de puntos de vista ideológicos y políticos es el dato habitual sobre el que se asienta la capacidad armonizadora de los sistema democráticos y en ella caben posturas diversas y encontradas. Trump no es de derechas o de izquierdas -de hecho ha sido de unas o de otras según sus conveniencias- sino una reinvención populista dirigida, como todas las que a esa familia pertenecen, a exacerbar las contraposiciones ideológicas y sociales y sembrarlas de odio cainita. Por eso produce estupor y asombro el que amplios círculos de la derecha conservadora estadounidense le hayan adoptado como signo y señal de sus aspiraciones. Por la misma razón es motivo de profundo asombro el que círculos conservadores españoles, en la derecha o en el centro liberal del espectro, hayan tenido la misma tentación.

Cabría eximir del asombro a un partido como VOX, que en búsqueda de su identidad corporativa y asimismo asegurándose un entorno para sus relaciones internacionales, ha creído encontrar en Trump y su republicanismo amparo para sus necesidades y proyecciones. En ello les ha inspirado Steve Bannon, el intermitente ideólogo de Trump, tan dado a la paranoia milenarista como a la conspiración judeo masónica y al correspondiente manejo de las redes sociales para difundir pánico. No deja de ser sintomático, por ejemplo, que el partido que dirige Santiago Abascal quedara clínicamente mudo el dia que se conoció de manera clara la victoria de Biden en las elecciones americanas, cuando prácticamente la totalidad del resto de los partidos celebraran el resultado. O que en medio del escándalo y horror internacionales provocados por el golpe de estado en el Capitolio el 6 de enero de 2021 el partido evitara cualquier condena para limitarse a comparar lo sucedido con similares actuaciones patrocinadas en España por los socialistas, los separatistas catalanes o los podemitas. Es posiblemente un error táctico unir su futuro a un personaje que más que posiblemente acabará sumergido en el descrédito, pero el afán de emparentamiento y de cobertura oculta cualquier remilgo: a VOX le hubiera gustado que Trump siguiera en el poder porque le consideran, en una opción táctica manifiestamente errónea, alguien con quien identificarse.

En otras tribus difusas con variadas aproximaciones a la derecha nacional ocurre algo parecido, aunque no lo digan claramente. Es la tendencia del “pues al final de la historia no era tan malo” o “Biden es un peligroso proabortista”. Han quedado sorprendidos ante la ocupación del Capitolio pero unos la califican de “animada algarabía” mientras que otros reniegan de su similitud con el 23 F porque, al fin y al cabo, lo de Trump era mucho más serio: “tenía a medio país detrás”, dicen algunos con marcada prosopopeya. José María Aznar, por el contrario, no se anduvo con contemplaciones al calificar al asalto de “intento de golpe de estado”.

En esos sectores Trump ha sido identificado como el bastión al que agarrarse en la contienda contra la izquierda española, hoy agrupada en una disparatada y dañina coalición gubernamental, como si de un cómodo congénere ideológico se tratara sin reparar en dos elementales consideraciones: no hay nada mas parecido al populismo gauchista del que hacen gala los Sánchez e Iglesias que en el mundo son que el populismo derechista que Trump había convertido en su santo y seña; y constituye grave desenfoque desde el prisma de las formaciones partidistas europeas, y por consiguiente españolas, el buscar en los Estados Unidos completos compañeros de cama. La dinámica entre republicanos y demócratas en los USA tiene componentes de variación que bien pueden corresponder alternativamente, según el momento y la ocasión, a las izquierdas o a las derechas de este lado del Atlántico. Asi adecuadamente lo entendió, por ejemplo, la Fundacion para los Análisis y Estudios Sociales (FAES), cuando al otorgar su anual premio a la libertad correspondiente al año 2016 lo hizo conjuntamente a las dos fundaciones del bipartidismo americano: el International Republican Institute (IRI) y el Democratic National Institute (DNI).

Al final de la historia, y en el complicado momento que su evolución nos ofrece, cuando pareciera que la crisis del 2008 sigue todavía alimentando los peores instintos de los populismos de ambos signos, y para todos aquellos que desean el mantenimiento y la nueva fortaleza de la democracia parlamentaria, lo fundamental radica en la adecuada elección de los próximos dispuestos a finalizar con la división como sistema y la descalificación del opuesto como norma. Prácticas ambas en las que han mostrado excelentes capacidades gentes como Trump, y como Sánchez, y como Iglesias. Y como Bolsonaro, y como Erdogan, y como Johnson. Y algún otro que por ahí anda. Porque se equivoca la derecha al lamentar la desaparición de Trump como si de un buen congénere se tratara y se equivoca la izquierda al saludar su derribo como si encarnara proféticamente el futuro de los conservadores y liberales. Por el contrario, en lo que deberían profundizar unos y otros es en las torcidas razones que han permitido la existencia de un Trump en la cima del poder y las adecuadas maneras de evitarlas para que la democracia, y con ella la libertad, subsista. Y quien tenga alguna duda al respecto revise con detalle los videos que muestran lo que ocurrió en el Capitolio de Washington el 6 de enero de 2021. El resto es silencio.

Autor: Javier Rupérez – Embajador de España
Diplomático, político, periodista, escritor, ha sido Embajador de España ante los Estados Unidos de America, ante la OTAN y ante la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa. Entre otras condecoraciones, ha sido distinguido con la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica.