Agradezco a Lacaci Abogados su amable invitación para escribir este artículo en su blog.

Antes de que se colara en nuestras vidas el covid19 ya empezaban a vislumbrarse actitudes de intransigencia en nuestra sociedad que nunca habíamos vivido en democracia, lo que no quiere decir que algunos no sintieran esa pulsión por castigar al contrario, por vetarle, por amordazarle.

Hay antecedentes que ahondan en esta tesis: el atentado contra el semanario satírico francés Charles Hebdo en enero del 2015, cuando dos hombres enmascarados y armados hasta los dientes entraron en la redacción gritando: Al-lahu-ákbar (Ala es el más grande), asestando 50 disparos contra quienes se encontraban en ese momento en su lugar de trabajo matando a 12 personas e hiriendo a otras 11. El motivo de tan salvaje atentado fue la publicación de unas caricaturas de Mahoma en tono de humor.

No era la primera vez que los islamistas radicales respondían con la violencia extrema a la libertad de expresión, ni será la última, lo que provoca que la gente calle, evite hacer referencia a estos estas atrocidades, pues nada hay más paralizante que el miedo a ser señalado por sus ideas o simplemente por utilizar el humor sobre temas como la religión, las banderas o la ideología.

Lo vemos a diario en las redes sociales, que se han convertido en un altavoz donde al más pequeño desliz responden cientos, miles de twitteros que utilizan la descalificación y la amenaza como único argumento para mostrar su desacuerdo o su rechazo a cualquiera que no piense como ellos, lo que está provocando que muchos que podrían aportar ideas interesantes huyan de las redes sociales ante el temor de ser señalados con el dedo.

Con la pandemia, se está extendiendo otro fenómeno preocupante: los ciudadanos que te reprenden de mala manera si llevas la mascarilla por debajo de la nariz en plena calle, y no digamos ya si por cualquier circunstancia te olvidaste de ponértela. Es como si de la mente de cada uno de nosotros saliera un diablillo dispuesto a implantar el orden por encima de cualquier otra consideración, olvidando que la pandemia nos ha obligado a adoptar costumbres que no estaban en nuestro quehacer diario, como es tener que tomar un café en una terraza al descubierto, o llevar mascarilla desde la mañana a la noche, que algunos rechazan porque no les gusta que se la impongan o simplemente porque quieren nadar contra corriente, sin darse cuenta de que se trata de una medida muy eficaz aunque incómoda que impide que nuestra saliva se expanda al hablar o al estornudad, que demuestra que el virus ha venido para quedarse.

Quiero creer que esta sensación de desamparo, de impotencia, de malestar, será algo pasajero, ojalá no me equivoque, ojalá cuando despertemos de este mal sueño que nos ha tenido y tiene confinados en casa desde que hizo su aparición en nuestras vidas, todo haya sido eso, una pesadilla que se ha cobrado miles de muertes. Pero me temo que este es solo el inicio de un nuevo mundo, mucho más intolerante que el que dejaremos atrás.

Que nada tiene que ver con el que soñaban aquellos jóvenes del 68 que salieron a las calles de Paris pidiendo a gritos más libertad, y cuyo slogan se hizo famosos porque decía lo que todos pensábamos, prohibido prohibir, que aunque en España no caló con la fuerza que en el país vecino, sirvió para abrirnos los ojos a un mundo por el que merecía la pena luchar, como así hicimos jóvenes y mayores, de derechas e izquierdas, tras la muerte de Franco, yendo a votar con toda la ilusión del mundo en aquellas primeras elecciones de junio de 1977, que propiciaron que se aprobara la Constitución del 78, hoy tan denostada, pero que nos ha dotado de los mecanismos legales para que pudiéramos vivir durante más de cuarenta años en paz y libertad.

Autora: Rosa Villacastín – periodista