En tiempos de la monarquía absoluta el ius puniendi lo ostentaba la Corona, cobrando sentido esta institución, a través del derecho de gracia que tenía el monarca, acaso por la crueldad de las normas penales entonces imperantes, pero hoy en día ni se da, afortunadamente, esta última circunstancia, ni es la Corona quien ostenta el ius puniendi. La titularidad del ius puniendi la tiene el Estado, basado en el principio de división de poderes que caracteriza el Estado democrático. El art. 117.1 es cristalino cuando afirma que “la justicia emana del pueblo”, es decir tiene indudablemente, a diferencia de épocas pasadas, un fundamento democrático. Por tanto, hoy es difícilmente explicable el derecho de gracia, que proviene de la edad media, y que, sin embargo, nuestra Constitución le sigue reconociendo al Rey (art. 62 i), con el refrendo del Ejecutivo (art. 63), que es, en realidad, el que aprueba los indultos.

¿Cómo se explica entonces, en la actualidad, ese límite político de la justicia penal que representa el derecho de gracia? Hay otros límites políticos del derecho penal, como la inviolabilidad del Rey y los privilegios parlamentarios, que quedan extramuros de este breve trabajo, pero que también merecerían una reflexión. En realidad, todas aquellas razones que podrían justificar, en cierto modo, la figura del indulto, están hoy recogidas en los textos legales vigentes, por lo que la hacen innecesaria. Es el caso, por ejemplo, de las penas crueles e inhumanas, prohibidas en el art. 15 de la Constitución, de la inejecución, en ciertos casos, de la pena privativa de libertad (art. 80 del Código penal), o del amplio catálogo de circunstancias atenuantes y de posibilidades de individualizar adecuadamente las penas en el derecho actual, de forma que la pena nunca supere la gravedad de la culpabilidad por el hecho cometido, que nunca sea desproporcionada, pues, no se olvide, los jueces y magistrados están sometidos al imperio de la ley (art. 117.1 de la Constitución), es decir, están vinculados al orden jurídico, luego a la ley, a la Constitución, y a los valores superiores de su ordenamiento jurídico, cuales son la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político (art. 1.1. de la Constitución), sin olvidar la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad, valores a los que se refiere el art. 10.1 del texto constitucional. A todo ello hay que sumar el hecho de que aunque, ciertamente, los jueces pueden llegar a aplicar erróneamente el derecho, se pueden equivocar, por la propia falibilidad humana, el amplio sistema de recursos permite perfectamente corregir esos posibles errores.

Hoy, en pleno siglo XXI, la vieja figura del indulto no tiene explicación alguna, apareciendo a los ojos de todos como una manifiesta injerencia del Gobierno en el Poder judicial. Aunque el ejercicio del derecho de gracia es una prerrogativa real, es decir, corresponde a la Corona, los indultos los aprueba el Consejo de Ministros, a propuesta del de justicia, firmando los reales decretos de indulto el Rey, pero siempre con el refrendo del Ministro de Justicia, coherentemente con el carácter inviolable del Rey, no sujeto a responsabilidad, que exige que sus actos estén siempre refrendados por el presidente del Gobierno o ministros competentes, que sí son responsables de lo que firman.

Ahora bien, el ejercicio del «derecho de la gracia de indulto» no es absoluto,sino que sólo puede tener lugar en los casos previstos en la ley. Concretamente, el art. 11 de la vigente Ley de 18 de Junio de 1870 señala que el Ejecutivo puede ejercer el derecho de gracia “cuando existan razones de justicia, equidad o utilidad pública, a juicio del tribunal sentenciador”.

En cuanto a su alcance, el art. 62 i) de la Constitución deja claro que aunque el Rey puede ejercer el derecho de gracia, “no podrá autorizar indultos generales”, es decir, el derecho de gracia es un derecho limitado. Otra cosa diferente al derecho de gracia es la amnistía, que puede aprobar las Cortes Generales, que son las que representan al pueblo, utilizada poco antes de la promulgación de la Constitución en 1978 a través de la Ley de Amnistía de 1977.

No cabe duda de que el ejercicio del derecho de gracia, acordando indultos a favor de los condenados por los órganos jurisdiccionales, choca frontalmente con la función que sólo a éstos corresponde de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. ¿Cuál puede ser, pues, el fundamento de esta institución arcaica y retrógrada que perdura en el tiempo? La respuesta no es fácil, porque el Rey ha pasado a tener un carácter simbólico, en el marco, no ya de un Estado de poderes concentrado, como en tiempos de la monarquía absoluta, en el que era la cabeza de todos los poderes, sino de un Estado moderno estructurado sobre la base de la división de poderes, y en el que el ejercicio del ius puniendi (derecho a penar o sancionar) a través de la elaboración de las pertinentes leyes penales corresponde al Poder Legislativo, y su aplicación al Poder Judicial. Hoy es difícilmente explicable la atribución de un derecho de gracia al Rey, que en realidad ejerce el Gobierno, cuando el Rey ya no tiene la titularidad del Poder Judicial, sino que la Constitución lo atribuye al pueblo, por más que se administre en nombre del Rey (art. 117.1).

En cualquier caso, el derecho de gracia no puede ser entendido hoy como expresión de un poder de discrecionalidad plena del Poder Ejecutivo, como antaño, sino que su uso debe ser racional, que aleje toda sombra de arbitrariedad, proscrita en el art. 9.3 de la Constitución y, desde luego, sería necesario contar cuanto antes con una adecuada política de indultos que evitara excesos en este ámbito. Podría pensarse su aplicación, por ejemplo, para evitar una pena injusta, por ser cruel o desproporcionada, o por derivar de un error judicial, aunque estas penas, actualmente, están prohibidas en la Constitución, y los códigos penales modernos cuentan actualmente, como se dijo, con mecanismos suficientes para evitar penas injustas.

En conclusión, aunque el reconocimiento del indulto es una realidad indiscutible, no cabe duda que el requisito de la racionalidad es imprescindible para su correcto ejercicio, por más que, a mi juicio, suponga una institución retrógrada y arcaica, que supone una clara injerencia del poder ejecutivo en el judicial, y de la que no debería abusar el Gobierno, por quedar extramuros de su función.Institución prohibida, por cierto, en nuestra primera Constitución, la de 1812, al señalar en su art. 243 que “ni las Cortes ni el Rey podrán ejercer en ningún caso las funciones judiciales, avocar causas pendientes, ni mandar abrir los juicios fenecidos”.

Autor: Manuel Jaén Vallejo
Magistrado y Profesor Titular de Universidad